Amplia biografía de Miguel Antonio Catalán Sañudo (Zaragoza, 1894-Madrid, 1957), investigador científico español del siglo XX, al que la comunidad científica internacional quiso recodar designándole un grupo de cráteres de la luna con su nombre.
Gabriel Barceló, que fue discípulo y amigo de Catalán, retrata la figura del profesor, su familia, sus estudios, sus relaciones con eminentes científicos, como Albert Einstein, Werner Heisenberg, Alfred Fowler, Niels Bohr, Henry N. Russell, Arnold Sommerfeld, entre otros, así como con Luis Bru Villaseca, Juan y Blas Cabrera, Arturo Duperier, Julio Palacios, Fernando Burriel, y traza también el perfil humano en un texto de lectura amena y profusamente ilustrado con imágenes, a veces, de un inmenso valor documental.
La obra recuerda a uno de los protagonistas de la denominada edad de Plata de la ciencia española. Presenta un Prólogo del catedrático de filosofía Javier Muguerza y un Epílogo redactado por el profesor de investigación del CSIC, Antonio Corrons, ambos también discípulos del profesor Catalán, y se completa con un extensa bibliografía y abundantes testimonios personales, escritos, gráficos y orales. Gabriel Barceló expresa en sus libros que fue su profesor, Miguel Catalán Sañudo quien le traslado las inquietudes dinámicas que dieron lugar a la Teoría de Interacciones Dinámicas.
El profesor Justo Merino Belmonte escribía así sobre este libro:
Hace dos años tuve la suerte de leer el manuscrito de “Memoria Viva”. Escribí unas páginas con las que quise resumir los momentos fundamentales de la obra. Confieso que fue una labor difícil, pues fundamental era todo el manuscrito.
Ahora me llega, en suntuosa edición, el libro que Gabriel Barceló ha elaborado con un trabajo ímprobo y una absoluta solvencia. La editorial Arpegio ha lanzado un volumen que sobrepasa las 400 páginas y que es modelo de trabajo bien hecho. Y de verdad que el esfuerzo de la casa editora merece la pena.
Releo lo ya visto y resumido y me siento en la obligación de entrar en el resumen del resumen porque pocas veces, en mi costumbre de lector voraz, me ha llegado una obra en la que se combina la historia humana y la labor científica con tan justa precisión.
Todo empezó en Londres en 1922. Un brillante licenciado en Ciencias Físicas llega al centro investigador del Dr. Alfred Fowler y allí, como becario aplicado, obedece y sigue las tareas que se le encomiendan. Pero por su cuenta y contra viento y marea, aprovecha horas robadas al sueño para culminar una investigación que le acucia desde hace tiempo. Es un recién llegado, pero se atreve a utilizar unas placas fotográficas que Fowler destinaba a un importante trabajo personal. Con ellas, Miguel Catalán Sañudo encuentra, en el espectro del manganeso, una serie de líneas que responden a una regularidad numérica de la que se pueden obtener resultados trascendentales. Desde esas líneas puede llegarse a series que permiten penetrar en los grandes secretos del átomo.
A los 28 años Catalán ha descubierto, tras repetir la primera experiencia, lo que él llama, los “multipletes”, procedimiento que ahonda en la energía de los electrones. Esto acaba por confirmar, fehacientemente, el recuento numérico de electrones y protones.
Semejante trabajo tiene una enorme repercusión mundial. Se trata de un gran avance en el conocimiento de la estructura del átomo y de la Física en general. Así supera lo que hasta entonces se conoce sobre la estructura de la materia. Tras este brillante comienzo, el doctor Fowler propone al nuevo becario trabajar en el apasionante mundo de la luz de las estrellas.
Otro camino glorioso para el científico español.
Ese es el arranque. Vuelve a Madrid y se casa con Jimena Menéndez-Pidal, hija del gran filólogo español. Con su esposa pasa un nuevo año fuera, en el Rockefeller Centro de Múnich, donde realiza altas investigaciones y de las que vuelve con la posibilidad de crear en Madrid el Instituto Nacional de Física Y Química.
Siempre Jimena siguiéndolo, viajan por Alemania, Francia, Dinamarca y Holanda para tomar el pulso a las investigaciones que en esos países se llevan a cabo.
Prosigue Catalán su intensa marcha investigadora y en 1932 ve logrado un sueño: se inaugura el Instituto de Física y Química.
Dos años después gana la cátedra de “Estructura Molecular y Espectrografía”. Está entre los grandes del mundo, es un valor seguro para la ciencia española, pero en 1936 todo se trunca. La guerra civil le llega en San Rafael, ocupado por los militares de Franco. Como está en frente de guerra se repliega al pueblo próximo, El Espinar. De allí ha de integrarse al Instituto de Segovia, en el que sin reconocérsele ningún mérito se le permite, caso de favor, dar clases de Ciencias y enseñar inglés de manera altruista.
Días amargos en Segovia. Lo arrestan acusado de espionaje. Es una gravísima acusación que se sanciona con la pena capital. Afortunadamente nada prueba la insidia. Pero son años terribles. Durísimos. Desesperantes. Las universidades de Boston y Princeton lo reclaman. El gobierno de Burgos le impide la salida. Sus investigaciones no pueden seguir adelante sin instrumental ni contactos. Así hasta que la guerra acaba.
Sí, la guerra ha terminado, pero no las patrañas que le acechan. En Octubre de 1939 vuelve a Madrid. Acusado de cargos absurdos e inexistentes se le condena sin razón alguna, a dos años de inhabilitación. Tiene que ganarse la vida como simple químico en empresas privadas con sueldos mínimos.
Con fuerza y tesón, en 1942, Jimena logra fundar el “Colegio Estudio”, un recuerdo de lo que fuera aquella enseñanza que pudo transformar a España y que los mediocres se empeñaron en hundir. En ese colegio, Catalán enseñó Física y Química. Los que tuvieron la suerte de ser sus alumnos lo recuerdan como un hecho trascendental en sus vidas. El profesor de aquellas dos materias fascinó a los muchachos desde la primera clase. Era una forma nueva y electrizante su modo de explicar. Más de la mitad de sus pupilos eligieron después carreras científicas. Y entre ellos Gabriel Barceló, quien nunca ha olvidado a ese extraordinario maestro. El hombre de los tristes destinos murió. Repentinamente, cuando cumplía 63 años. Un golpe brutal para el colegio y para cuantos lo trataron. Era un ser superior. Un elegido para sufrir y vencer.
Fue un hombre sin abrigo que en todo tiempo vestía camisa y chaqueta y que se desplazaba en bici a sus quehaceres. Él implanto salir del aula y conocer los secretos de la calle. De él partieron las iniciativas para realizar excursiones, llenas de interés, a distintas regiones de España. Pero, sobre todo, se ocupó de conocer a fondo a sus alumnos para orientarlos en lo personal como un buen padre de familia.
Con ese recuerdo y esa gratitud sus alumnos no lo han olvidado. Y como homenaje a un hombre de tal valía nos queda el testimonio que ofrece Gabriel Barceló en este hermoso libro.
En “Memoria Viva” el autor ha hecho un justo monumento a un hombre impar: la conjunción entre la vida y la obra de Miguel Catalán Sañudo.
Asombra pensar en la cantidad de horas que Barceló ha debido dedicar a la fiabilidad de su obra. En un libro donde no sobra un renglón y, donde se cuentan hechos tan anómalos, el autor ha trabajado a fondo esos sucesos y en cada uno de ellos ha puesto siempre la verdad incuestionable. Archivos, fotos, correspondencia, testimonios directos, apuntes, descubrimientos, etc. salpican cada una de las cosas que se cuentan.
Y por si eso fuera suficiente, Barceló, ha cuidado con esmero una forma de escribir donde no sobra un adjetivo porque se escatima al máximo cualquier exceso.
Me atrevo a señalar y creo que no me equivoco, que en Gabriel Barceló tenemos un gran divulgador científico que puede dar amplios frutos en un país donde ese tipo de escritores escasea.
Y un último apunte: Gabriel Barceló, hombre de varios saberes bien distintos, me hace pensar en esos seres que consiguen dominar sus tiempos y cambiar situaciones como quien activa el arte de la prestidigitación.
Y como epílogo añadiremos que, Miguel Catalán, logró recuperar su cátedra, volver a la investigación y que su nombre se perpetuase en los cráteres de la luna por deseo unánime de la Comisión Mundial de Astrofísica. Pero la muerte, que siempre se enamora de los elegidos, se lo llevó pronto. Pudo haber sido nuestro Premio Nobel de Física.
Justo Merino Belmonte
Doctor en Ciencias de la Información. Madrid 2012